El reino de MO

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"Yo soy la primera y la última, yo soy la amada y la odiada, yo soy la prostituta y la santa."

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lunes, agosto 16, 2004

La diosa fénix de los avernos etílicos

Enmarañada
por tiempos pasados enredados en su pelo.
Deshauciada
por otros que juzgan, pero como ella , no son tan severos.
Me derrumbo cada amanecer
Me reconstruyo cada anochecer
haciendo pactos de bruja de luna
confiando mi suerte a los cielos
deshojando mi tiempo entre letras
Soy la diosa
más desmembrada
que entre las ruinas de mi alma
sabe resurgir.
Soy sirena
de dias pasados
sin voz y sin reino
toda corazón.
Y pasan los días pesados
y queman los tiempos pasados
Me río y me juzgo y me condeno
y brindo por ello
nadie me comprende
ni siquiera yo
y entre olas y espuma de tiempo
estoy desolada
- no quisiera ser una diosa amargada
no quisiera ser una diosa olvidada -

jueves, agosto 05, 2004

La sirena de ébano

Dragon era el pirata más temido de aquellos mares. Quizá rondaban alrededor de él más historias y fantasías que lo que realmente él era, y quello llenaba de misterio la figura del corsario. Se decía que era pendenciero, valiente, orgulloso, mentiroso, noble, ruín, cruel.
Su barco, botín de una de sus primeras hazañas como pirata era el Sirocco, un barco de guerra español que Dragon y los suyos habían abordado, acuchillando a los que encontraron a su paso y arrojándo por la borda a los restantes.
Fue una verdadera masacre, y este hecho le dio a Dragon una fama de temible asesino.
Pero, por el contrario, su botín preferido, a parte de los barcos de comerciantes de diferentes países, eran los barcos de esclavos que viajaban de África a América.
Cada vez que tenía noticias de que uno de esos barcos cruzaba lo que él definía como "la red invisible", la zona marítima por la que el Sirocco solía navegar, ese barco podía darse por hundido y sus esclavos por liberados.
Así pues, la fama sanguinaria de Dragon se unía a mil leyendas como libertador de esclavos, que en ocasiones llegaban a formar parte de su tripulación.
En uno de aquellos abordajes conoció a Naa, una muchachita de apenas 15 años que encontró escondida en un rincón del sótano donde hacinaban como animales a los esclavos. Estaba entumecida y él tuvo que sacarla en brazos del oscuro sótano.
Una vez en el Sirocco, donde los liberados recibían algo de comida y agua, Dragon preguntó si alguien conocía a la muchacha, si alguno era familia de ella, pues sabía que los traficantes de esclavos, raptaban familias enteras de nativos que eran separados al venderlos.
Alguien le dijo su nombre, pero nadie la conocia de antes de la prisión en el barco. Le dijeron que era una muchacha silenciosa, pero que algunas noches se la oía cantar desde su rincón, y que con su canto hacía olvidar por un momento las penalidades que estaban sufriendo.
Ella cantaba en una lengua extraña melodías que evocaban verdes selvas llenas de vida, estériles praderas donde el león es el rey, rios que se deshacían en cascadas, montañas coronadas de un manto blanco y frío. Decían que tenía algo de hechicera, por eso la temían y la respetaban.
Dragon acogió a Naa y cuando llegaron a costa segura donde los esclavos eran liberados, sintió un gran dolor al separarse de ella, pero era inevitable; la vida de un corsario está llena de placer, pero también de dolor y soledad, y el amor por la mar y la libertad es mayor que el amor hacia cualquier mujer.
Y así, como tantas veces, el Sirocco abandonó la cálida acogida de la tierra por la inquietud de la mar.
Naa vio alejarse el barco en el límite del mar, allí donde se junta con el cielo. Su mirada se cruzó con la de Dragon en la distancia, y en aquel momento él sintió haberla dejado, no haberla llevado con él para poder protegerla siempre.
Y en ese instante, en ese breve instante, sin él saberlo, ella comenzó en cierto modo a acompañarle.
Pasaron muchos, muchos días.
Una clara noche, Dragon fue despertado por un dulce canto. Extrañado -pues no creía en leyendas, siendo él una leyenda viva- salió al exterior para escuchar con claridad.
Sólo una voz rompiendo el silencio. Todos dormían; la calma reinaba en el cielo y en la mar, sólo quebrada por esa voz. Él cerró los ojos, se dejó invadir por el dulce canto, hipnotizado, sin importarle de dónde venía, sin saber quién cantaba; la melodía le confortaba, le acompañaba, le arrullaba...
Y así sucedió muchas noches.
Cada vez que liberaba a un esclavo, oía ese canto. Cada vez que perdonaba la vida a un hombre, vencido por su fuerte brazo, oía ese canto. En medio de la tormenta que hacía zozobrar el barco, cuando perdía algún hombre en la perpetua lucha contra el mar y se sentía culpable, oía ese canto.

Pero la traición habita enmedio de todo y una traición se urdió en el Sirocco contra Dragon.
Unos espías, pagados por los comerciantes de esclavos, se infiltraron en el barco, formando parte de la tripulación, que comenzaron a poner en contra de su capitán, y no fue muy difícil, porque la ambición puede más que la fidelidad a un buen capitán.
"Nos pone en peligro a todos liberando esclavos", decían. "Se arriesga demasiado", "No reparte equitativamente los botines que obtenemos para él, y encima, tenemos que compartir nuestras provisiones con esos miserables esclavos, que no valen la vida de un pirata".
Estos, y otra ristra de grandes principios, firmaron la sentencia de muerte de Dragon.
Así que una noche, en que Dragon estaba borracho tras celebrar una de tantas hazañas, le ataron, le golpearon brutalmente y le arrojaron por la borda medio muerto, para que fuera pasto de los tiburones.
Pero la tripulación amotinada y algo borracha no se percató de algo que hacía tiempo les había atrapado: un canto terrible, rugiente hizo callar el jolgorio del barco.
El Sirocco se aproximaba a su fin; en su descuidado motín se habían dejado atrapar en un remolino, en un torbellino de agua que en pocos minutos engulló al Sirocco como si de un temible monstruo marino se tratara.
Dragon luchaba por su vida; había conseguido liberarse de las ataduras, pero estaba tan herido, que el agua salada le quemaba. Asistió horrorizado al terrible fin del Sirocco, del que creía, también sería su fin. Pero no fue así. Cuando el remolino se tragó al Sirocco, su furia se calmó, desapareció el feroz embudo, dejando salir a la superficie pequeños restos de las tablas del barco, demasiado pequeños permanecer abrazado a ellos a la deriva, y poder, aunque fuera remotamente, salvarse.
Sólo entonces Dragon se abandonó, dejó de nadar, agotado, entre las algas que el remolino había arrancado del fondo del mar, entre las tablas de su amado barco.
Cerró los ojos y se abandonó a un sueño en el que creyó oir el dulce canto que le había acompañado en los últimos tiempos...

El sol le despertó en una playa de oscuras arenas y guijarros. Se encontró abrazado a una sirena de ébano. Era es mascarón de proa del Sirocco, lo reconocía, pero no era el mismo. Había cambiado. Sirocco, nombre de viento, era representado como un hombre, pero aquella figura era de mujer, de una muchacha que conoció una vez, a la que había salvado de la muerte, en la oscuridad de una oscura bodega.
Era Naa.
Su dulce rostro sonreía. Ella quiso quedarse con él y por eso se convirtió en madera y le había acompañado en sus viajes, y era de ella la voz que cantaba para él en la noche.
Y de ese modo entendió que el amor de Naa le había salvado y que le acompañaría siempre...

miércoles, agosto 04, 2004

Medianoche

Medianoche. En el vapor del placer, el amo duerme. Su rostro es puro, claro, sereno, dulce, amado. Escribo apoyada sobre mi brazo, veo su pecho desnudo y cercano, subiendo y bajando, respirando suavemente. Quizá sueña. Y yo quisiera ser parte de ese sueño, entrar en él.
Hemos hecho el amor sin darnos cuenta, sin darle importancia, como siempre. Me ha hecho el amor. Se ha hecho el amor. No existe el amor.

Sé por qué ahora mi cama es la que le ha recibido, sé por qué mi cuerpo está ahora lleno de él, de la semilla que no germinará porque así ha de ser.

Soy su concubina, una más, la peor, la más despreciada. Hacía más lunas que estrellas que él no venía a mi. Pero hoy él ha venido. Y aunque sé por qué, y esa razón me acongoje no puedo estar triste.

Esta tarde, cuando llegó al palacio del harén, todas se acicalaron, todas se alborotaron en su juventud, en su belleza.

Yo ya no soy joven, nunca fui bella. Y sin embargo él ha venido a mi.

En cuanto él entró en el palacio todo fue un ir y venir de doncellas atendiendo a mis odiadas hermanas compañeras de espera. Sin embargo yo no llamé a la mía. No merece la pena, eso es lo que pensé. Muchas tardes en que supe de su llegada me acicalé, me perfumé, me adorné como ellas. Muchas tardes fui despreciada. Por eso ya no me importa.

Le veía pasar a través de mis celosías, le oía jadear en las habitaciones contiguas, y lo que antes me hacía sufrir ahora me basta. Otras noches le oía enfadarse y la esperanza de que viniera a mi cuarto renacía. Pero en vano. Otras noches le vi cansado, triste, incluso le oía llorar. Y odiaba a la que estuviera con él, pues no le sabía consolar. Otras noches le oía reir y envidiaba no ser yo la que estuviera con él.

Pero hace ya mucho tiempo que esas cosas no me afectan.Ya no esperaba. Cada noche, desde que dejó de verme, le he dejado hueco en mi cama. Y eso es todo.

Y ahora él ocupa ese hueco. La lluvia cae fuera y él duerme. El esposo es hermoso, fuerte, aguerrido. Nunca le había visto tan hermoso y quisiera llevarme su dulce rostro fijado en mi retina allí donde no hay imágenes para verle como ahora, siempre.

Sé porqué ha venido a mi. Él también lo sabe, finge que lo ha hecho de improviso, que yo era la elegida. Pero no ha sido así.

Cuando esta tarde no me vió con los otras, preguntó distraidamente por mi, y le dijeron que me estaba volviendo loca. Sabe que apenas como, que apenas duermo. Que ya no le espero. Y por eso, por auténtica lástima, ha venido hoy a mi.

Yo estaba escribiendo, copiando algún libro de los que ya he leido, algún verso para aprender y él entró en mi cuarto.

- Dicen que no quieres verme, que ya no me esperas, que estás enferma.
- Y es cierto - dije yo.
- Pues bien, hoy, esta noche quiero dormir contigo...

Sé que lloré porque mis lágrimas mancharon las hojas, pero mi corazón estallaba feliz en mi pecho. Quería arrodillarme a sus pies y besarlos, como hubiera hecho en otro tiempo. Tan sólo me levanté y cerré con llave la puerta, como él suele hacer, no es la dama quién lo hace. Le he desnudado, le he contemplado en esa desnudez. Apenas le recordaba después de tantas noches de desprecio. He besado su piel, la he recorrido palmo a palmo como por primera vez, como si hubiera estado cada noche con él. Le he besado con miedo, con pasión, con dolor.

Él entró en mi, me esperó, se derramó como si hubiera estado en mi cada noche. Como nunca, como siempre. Todo fue de una rutina inesperada - rutina para él, inesperada para mi -.

Ahora duerme.

Ya no le quiero esperar más, no quiero amarle más.

Le he amado tras las paredes, le he amado cuando estuvo herido y no podía venir a vernos, y no pude estar a la cabecera de su cama pues la esposa no lo permitió. Le he amado cuando no estaba, le he amado en la espera, le he amado en mi desprecio. Y ahora, hoy, esta noche sé que no puedo volver a esperarle más, a despreciarle más. Que no puedo amarle más. Que prefiero morir a seguir muerta, y que él venga de vez en cuando a visitarme, como quien lleva flores a las tumbas.

Ya no siento dolor porque no merece la pena sentirlo. Mañana, si mi agonía me lo permite, me encontrarán abrazada a él. Pensé matarle conmigo. Pero le amo demasiado. Le odio demasiado como para arrebatarle ese poder que tiene. Arrebatarle la vida. Su vida. Mi vida...

El veneno me ciega, apenas leo lo que escribo. Pero dejaré esta carta intacta.
Que al menos él sepa esto: que muero porque le amo y muero porque no le tuve más que un momento...

martes, agosto 03, 2004

El hombre que todo lo que tocaba lo convertía en nada.

Aquella mañana se levantó tarde. De muy mal genio, porque él recordó que la noche anterior había puesto el despertador, pero aunque recordaba haberlo oído sonar, no lo encontró en la mesilla, donde solía estar.
Como era ya tarde no se puso a pensar en dónde estaría, le pareció absurdo. Se vistió rápidamente, quizá demasiado, porque uno de los botones de la camisa faltaba y no se dio cuenta hasta que llegó al metro. Allí se dio cuenta de que se había dejado el billete en casa y hubo de comprar otro.
Una vez en el metro, dejó que el traqueteo del tren se llevase sus pensamientos.
Anoche no se acostó muy tarde, así que esa tardanza suya de hoy no era habitual. "Quizá fue la cena, fue demasiado pesada", pensó.
Llegó hasta la oficina. Gracias al cielo su amigo Gil había fichado por él. Bueno, a fin de cuentas él había hecho lo mismo por él otras veces.
Saludó a los compañeros que encontró a su paso.
- ¿Qué te ha pasado?
- El despertador, que no me ha sonado.
- Bueno, no te preocupes, que para tu cumpleaños te regalaremos uno.
Él sonrió. La verdad es que no le vendría mal uno nuevo.
La mañana pasó como todos los días, con la rutina de siempre, aunque hoy se sentía más despistado que nunca, porque perdió su bolígrafo, su calculadora y su agenda. Y lo más extraño es que recordaba haber trabajado con ellas unos minutos antes.
A la hora del desayuno se quejó:
- No sé dónde tengo hoy la cabeza. No encuentro nada, parece que todo se me pierde.
- Quizá desaparezca entre tus manos - comentó una de las secretarias entre bromas.
- Eso debe ser.
Fue al aseo. Después de lavarse las manos, y al ir a coger una toallita para secárselas, ésta desapareció ante sus ojos. Se quedó extrañado, pensó que no la había arrancado bien y probó con otra. Ocurrió lo mismo. Arrancó unas cinco más: el mismo fenómeno. Las toallas de papel desaparecían en cuanto las tocaba. Algo dentro de él le decía que lo que veían sus ojos era imposible pero ¿qué estaba pasando?
Abrió la puerta para salir un tanto alterado. Se sentó ante su mesa y cogió un clip. Solo un segundo y se desvaneció como si nunca hubiera existido.
- Hay que avisar a mantenimiento - comentó alguien - porque han arrancado el pomo de la puerta del servicio.
Él se encogió sobre sus papeles, incapaz de tocar nada. Se estaba poniendo muy nervioso, porque no sabía que le estaba pasando. Se acercó a una de las secretarias.
- Mari, cuando veas a Gil, dile que me fiche la salida.
- ¿Pues dónde vas? Sólo te queda una hora y media para salir.
- Lo sé pero no me siento nada bien.
- No te preocupes, yo te ficharé.
- Gracias. Te debo una.
Recogió sus cosas. Se dio cuenta de que si las tocaba con rapidez no desaparecían; aún así no pudo ponerse la bufanda porque se volatilizó entre sus manos.
Salió a la calle. Respiró profundamente el aire cargado. Debía relajarse, aquello no era más que un extraño juego de la mente, estaba seguro.
Fue hacia el metro. Con rapidez consiguió que el billete no desapareciera.
Bajó al andén. El tren llegó abarrotado de gente. Él entró en el vagón como pudo, intentando no tocar nada. El tren se puso en marcha. Después de un par de paradas, en un túnel el tren dio una fuerte frenada. Su primer impulso fue agarrarse a la barra para no caer, con tan mala suerte que puso su mano sobre la de otra persona que estaba agarrada antes. "Perdone", susurró, pero cuando se quiso dar cuenta, la mano del otro pasajero había desaparecido. Él se asustó, pero intentó no perder la calma. La otra persona se aferró a la barra con la otra mano, no se había percatado de la pérdida. El tren llegó a la estación, se dejó llevar por la masa que le sacó del vagón, y mientras se alejaba por el andén hacia la salida, oyó gritos a sus espaldas. Aceleró el paso, con miedo, como si pudieran descubrir que había sido él.
Salió al exterior. Había bajado en una parada que no era la suya. Decidió ir andando a casa. Sentía el sudor caer por su frente, pero no se atrevía a limpiárselo.
No conocía bien el barrio donde estaba, sabía que estaba a unos tres cuartos de hora de su casa, pero después de lo sucedido, prefería caminar.
Entonces vio un anuncio desvaído en uno de los portales.
"Aldebaran. Vidente. Todo misterio, desvelado. Todo problema, resuelto. Bajo izq. De 9 a 5".
Entró en el portal y bajó un par de tramos de escaleras. Llamó al timbre una sola vez, porque a la segunda, el interruptor había desaparecido.
Una bella mujer vestida de zíngara y oliendo a incienso le abrió la puerta.
- Buenos días, vengo a pedir consulta. Le pagaré lo que sea si me ayuda en mi problema.
Ella, sorprendida le dejó pasar.
Entraron en una pequeña sala. Había un persistente olor a incienso.
La mujer le invitó a sentarse frente a ella, ante una mesa llena de velas, cartas y amuletos.
- ¿Que le sucede? - preguntó la mujer con acento argentino.
- Véalo usted misma...
Y extendiendo una mano hizo desaparecer una velita.
- ¿Qué es esto? ¿Un truco de magia?
- Si fuera un truco, podría controlarlo, pero no es así. Desde esta mañana todo lo que toco se convierte en nada, desaparece.
Comenzó a echarle las cartas, pero no encontró en ellas nada revelador.
- ¿Le había sucedido algo extraño antes?
- No, antes de hoy nunca me había pasado nada parecido.
Volvió a echar las cartas; pero tampoco leyó nada lógico.
- No puedo ayudarle - concluyó ella. - Sólo se me ocurre que vaya a ver a un amigo mío. Es parapsicólogo y seguro le dará una solución.
Le apuntó la dirección. En media hora llegó al lugar indicado.
Una secretaria le llevó a un despacho grande y oscuro. Un hombre de mediana edad se levantó para recibirle, estrechándole la mano, indicándole que se sentara.
Él le contó su problema, sin hacer grandes demostraciones. Le dijo que venía de parte de la vidente.
El psicólogo escuchó en silencio, mirándole fijamente a los ojos, asegurándose así de que no estaba borracho o drogado. Luego se levantó y comenzó a hojear un libro.
- Su caso es muy peculiar. Usted, el fenómeno que transmite no es más que el reflejo de su interior. El vacío interior se transmite al exterior. Usted... cómo podría decirlo... ¿Tiene gran tendencia a la depresión?
- Creo que como cualquier otra persona.
- Bueno, el caso es que usted está vacío, no me pregunte cómo, pero en su interior se ha hecho el vacío y por eso, en las manos, su energía interior se acumula, como en un agujero negro y absorbe todo lo que toca.
- ¿Cree usted que lo absorbo?
- O quizá inconscientemente lo envíe a otra dimensión. De todos modos, necesitaría tiempo para estudiar su caso.
Él pensó que le estaba tomando el pelo. ¿Cómo podía suceder eso? No era lógico ni físicamente demostrable.
Le dio su teléfono, con la esperanza de que el doctor encontrase algo relacionado con su caso.
Volvió a casa. No se atrevía a tocar nada, y hubo de pedirle al portero que le abriera la puerta. No pudo comer, porque no podía llevarse nada a la boca, a menos que lo hiciera directamente.
Ya era de noche cuando el teléfono sonó. Tuvo que descolgarlo con los dientes.
- Soy el doctor... - escuchó una voz metálica al otro lado. - He recabado información y he encontrado que hace décadas hubo un caso parecido al suyo. El fenómeno duró 24 horas, así que, posiblemente, a usted le pase lo mismo. Acuéstese y cuando se levante, seguramente todo habrá pasado. No deje de volver por aquí.
Colgó el auricular. Se acostó sobre la cama pero no pudo dormir. Pasaron las horas y el sueño finalmente le venció...
Se despertó a las 6 de la mañana, como si el despertador hubiera sonado.
Se dio cuenta de que estaba había dormido vestido, sobre la cama, pero no recordaba nada del día anterior, ni por qué estaba allí, ni quien era.
El vacío absoluto se lo estaba comiendo por dentro.
Se levantó y fue hacia el baño. Se miró en el espejo y no vio más que pedazos de él, como si le hubieran mordisqueado, borrado con una goma. El vacío no desaparecía, sino que avanzaba. Sin él saberlo, se dio cuenta.
Aquello no terminaría nunca...
Se llevó la mano al pecho, sobre su corazón.
Y éste desapareció.

lunes, agosto 02, 2004

Un ángel de mármol

Musicam audire et momentum non esse evocent

ubi post manus tuas os tuum it per corpus meum

sed mitescere cogitandi

Maiore desiderio habeo quam ut me inter digitos consumam

maior triumphus et corona me manet

si tacitus et procul

maior victoria, quam mox nudatus questus, fatigatus et convalescens

per tuum latus

regnum maius quam sola sanctificata caro et sanguis

animarum veritate et pulchritudine unitas. 

Martin Reiks

Ella. Fue el único amor de mi vida. Recuerdo, en mi niñez la primera vez que la vi, en el parque. Distraido, persiguiéndo a alguna escurridiza paloma de las que entonces revoloteaban por allí, me alejé del lado de mis padres, y me interné en el interior del frondoso parque... Nunca había llegado hasta allí, porque siempre que íbamos al parque nos quedábamos donde estaba todo el mundo, al lado del pequeño lago, o en los columpios donde jugueteaban los niños. Entonces la vi... estaba en medio de una pequeña explanada; rosas habían florecido a sus pies y las estatuas que limitaban aquel lugar parecían contemplarla con devoción. Era hermosa, de figura torneada con tanta delicadeza como si fuera de porcelana, pero lo más cautivador, lo que hizo que me entregase por siempre a ella fue su sonrisa... una sonrisa cálida y dulce, como la de un ángel convertido en mármol... No sé cuánto tiempo me quedé como embobado, contemplándola... Por fin llegaron mis padres y volví a la realidad. Pregunté a mi padre quien era ella. Me explicó que en un lejano pasado, aquel parque no era sino el jardín del palacio de los antiguos monarcas, derribado durante la guerra, y de la aquella grandeza sólo quedaban las fuentes con hermosas esculturas y algún que otro rincón como este. A partir de ese día mi mente imaginó mil historias acerca de aquella hermosa dama de piedra y del parque que la guardaba... Muchas veces me escapaba y volvía a aquel lugar, solo por el placer de contemplarla... Imaginaba que yo era un caballero de los que había vivido en el palacio, y que ella era mi dama, que había sido embrujada por un hechicero y la había convertido en piedra... Ahora no puedo evitar una sonrisa al recordar mis infantiles historias, pero no fueron sino el principio de mi gran amor. Pasó el tiempo y estudié Arte en la Universidad. Mis largas tardes de estudio me llevaban siempre al rincón donde estaba ella. Así llegué a conocer el nombre y la obra de grandes artistas de todos los tiempos. Pero mis estudios no pudieron responder mi inquietante curiosidad de saber quién fue el padre de mi amada, o quién la mujer que inspiró tan bella creación. No importaba. Ella parecía no tener pasado, aunque sus ojos hubieran contemplado siglos de historia. Fui un joven atractivo; las muchachas suspiraban por mí, pero no podía sentirme atraído por ninguna: yo ya había elegido la perfección. Intenté amar a mujeres de carne y hueso, pero ellas no me comprendían, no comprendía por qué les pedía que no me abrazasen, que me dejaran únicamente contemplarlas, sin querer nada más de ellas. Se sentían frustradas, como objetos, se enojaban conmigo, me despreciaban por mi falta de deseo. Para ellas era un misógino de pies a cabeza, un impotente o algo así. Pero no importaba. No sabían que no merecían mi amor; todo era para ella, mi dama desnuda bajo la luz de la luna, los días de sol y los de lluvia, sin ocultar su desnudez, mostrando su alma... Porque para mí ella tenia alma, y su alma era tan bella como su forma. Todas las noches iba a verla. Me esperaba, sonriendo; la contemplaba unos instantes y luego me acercaba ella, abrazando su cuerpo, acariciando su pulida superficie, besando sus labios entreabiertos, mientras su frío invadía mi calor, y me sonreía cada vez con más ternura. Conocía cada grieta, cada holladura con que el viento y la lluvia habían marcado. Quise llevármela muchas veces, pero no me atrevía porque no tenía los medios, tenía miedo a que se rompiera por un descuido. Por eso todas las noches iba a verla, porque no podía tenerla a mi lado. Con el tiempo llegué a ser profesor de Arte. Pedí al Ayuntamiento un permiso para poder restaurar las estatuas del parque; mi único propósito era que gente especializada pudiera sacarla de allí y yo, con cualquier excusa, pudiera quedarme con ella. Pero me fue denegado. Si quería realizar alguna reconstrucción debería hacerla in situ... ¡Cómo los maldije! Por su maldita culpa sucedió, a las pocas semanas un terrible suceso... Una estúpida pandilla de jovenzuelos, armados con sprays de colores venían dedicándose desde hacía algunos meses a pintarrajear estatuas. Aquella noche, como todas, fui a verla. Allí estaban, rodeándola, ultrajando su blancura con aquellos colores estridentes. Y lo más horrible de todo... la habían mutilado. Permanecía orgullosa, de pie ante aquellos animales, y sus brazos estaban rotos, en el suelo. Me lancé furioso contra ellos. Empujé a uno, que se partió la cabeza al caer a los pies de mi amada, y comencé a pelearme con otro. En pocos minutos me rodearon, dirigiendo sus sprays contra mí. Uno de ellos se percató del compañero herido y de pronto sentí algo agudo que atravesó mi brazo... Me había clavado una navaja. Caí al suelo, lleno de dolor, y al verme sangrar salieron corriendo, llevándose al herido, que sin duda estaba muerto. Por suerte mi herida solo era superficial, no corría peligro. Pero ella... Estaba cubierta de pintura, sus pies desnudos, manchados de sangre. Quería llorar, gritar, pero no podía. Una idea fija iluminaba mi mente. Llevármela para siempre. Con las manos excavé la tierra alrededor de su pedestal; y más fácilmente de lo que había creído, pude moverla. Era muy pesada, pero milagrosamente me parecía tan ligera que, cargándola sobre mis hombros, pude llevarla hasta mi coche; la tumbé en los asientos traseros colocando con cuidado sus brazos rotos en el suelo para que no se golpeasen en el viaje. Por un tiempo la tuve escondida en mi casa. Luego, igual que antes iba a verla al parque, bajaba a verla a mi sotano. Poco a poco, conseguí raspar la pintura que la cubría, con mucho cuidado, para que no quedase señal. Volví a reconstruir sus brazos. Por fin un día acabé mi labor. Lloré como un niño, al verla de nuevo tan bella, como si la hubiera resucitado. Había quedado una mancha que no conseguí quitar, aunque solo era una sombra rojizo oscura, en un costado: allí donde la manché con mi sangre cuando me la llevé, y aquello me pareció como un milagro, como si ella me dijera que me amaba, manteniendo aquella mancha de mi sangre en su ser... Nunca he dejado de quererla. Ahora ya soy ya anciano, y dentro de poco moriré. Pero ella no ha cambiado. Siempre joven, ha continuado sonriéndome desde el rincón de mi jardín que es su rincón. Donde nadie más que yo puedo verla... A sus pies planté rosas y es el rincón más hermoso del jardín. Siempre la he amado y, cuando muera, sobre mi tumba, no habrá epitafio, ni lápida... Quiero que me entierren en ese rincón y que sobre mi tumba pongan un ángel convertido en mármol... Ella.

domingo, agosto 01, 2004

Lanzarse al vacio

A veces es bueno lanzarse al vacio. A la piscina, aunque este vacia. Nunca se sabe lo que hay al otro lado de una puerta, o que oculta una ventana cerrada. El único modo de saberlo es cruzar esa puerta, abrir esa ventana.

A ver que tal se da...

^_^