El reino de MO

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"Yo soy la primera y la última, yo soy la amada y la odiada, yo soy la prostituta y la santa."

Nombre:

lunes, agosto 02, 2004

Un ángel de mármol

Musicam audire et momentum non esse evocent

ubi post manus tuas os tuum it per corpus meum

sed mitescere cogitandi

Maiore desiderio habeo quam ut me inter digitos consumam

maior triumphus et corona me manet

si tacitus et procul

maior victoria, quam mox nudatus questus, fatigatus et convalescens

per tuum latus

regnum maius quam sola sanctificata caro et sanguis

animarum veritate et pulchritudine unitas. 

Martin Reiks

Ella. Fue el único amor de mi vida. Recuerdo, en mi niñez la primera vez que la vi, en el parque. Distraido, persiguiéndo a alguna escurridiza paloma de las que entonces revoloteaban por allí, me alejé del lado de mis padres, y me interné en el interior del frondoso parque... Nunca había llegado hasta allí, porque siempre que íbamos al parque nos quedábamos donde estaba todo el mundo, al lado del pequeño lago, o en los columpios donde jugueteaban los niños. Entonces la vi... estaba en medio de una pequeña explanada; rosas habían florecido a sus pies y las estatuas que limitaban aquel lugar parecían contemplarla con devoción. Era hermosa, de figura torneada con tanta delicadeza como si fuera de porcelana, pero lo más cautivador, lo que hizo que me entregase por siempre a ella fue su sonrisa... una sonrisa cálida y dulce, como la de un ángel convertido en mármol... No sé cuánto tiempo me quedé como embobado, contemplándola... Por fin llegaron mis padres y volví a la realidad. Pregunté a mi padre quien era ella. Me explicó que en un lejano pasado, aquel parque no era sino el jardín del palacio de los antiguos monarcas, derribado durante la guerra, y de la aquella grandeza sólo quedaban las fuentes con hermosas esculturas y algún que otro rincón como este. A partir de ese día mi mente imaginó mil historias acerca de aquella hermosa dama de piedra y del parque que la guardaba... Muchas veces me escapaba y volvía a aquel lugar, solo por el placer de contemplarla... Imaginaba que yo era un caballero de los que había vivido en el palacio, y que ella era mi dama, que había sido embrujada por un hechicero y la había convertido en piedra... Ahora no puedo evitar una sonrisa al recordar mis infantiles historias, pero no fueron sino el principio de mi gran amor. Pasó el tiempo y estudié Arte en la Universidad. Mis largas tardes de estudio me llevaban siempre al rincón donde estaba ella. Así llegué a conocer el nombre y la obra de grandes artistas de todos los tiempos. Pero mis estudios no pudieron responder mi inquietante curiosidad de saber quién fue el padre de mi amada, o quién la mujer que inspiró tan bella creación. No importaba. Ella parecía no tener pasado, aunque sus ojos hubieran contemplado siglos de historia. Fui un joven atractivo; las muchachas suspiraban por mí, pero no podía sentirme atraído por ninguna: yo ya había elegido la perfección. Intenté amar a mujeres de carne y hueso, pero ellas no me comprendían, no comprendía por qué les pedía que no me abrazasen, que me dejaran únicamente contemplarlas, sin querer nada más de ellas. Se sentían frustradas, como objetos, se enojaban conmigo, me despreciaban por mi falta de deseo. Para ellas era un misógino de pies a cabeza, un impotente o algo así. Pero no importaba. No sabían que no merecían mi amor; todo era para ella, mi dama desnuda bajo la luz de la luna, los días de sol y los de lluvia, sin ocultar su desnudez, mostrando su alma... Porque para mí ella tenia alma, y su alma era tan bella como su forma. Todas las noches iba a verla. Me esperaba, sonriendo; la contemplaba unos instantes y luego me acercaba ella, abrazando su cuerpo, acariciando su pulida superficie, besando sus labios entreabiertos, mientras su frío invadía mi calor, y me sonreía cada vez con más ternura. Conocía cada grieta, cada holladura con que el viento y la lluvia habían marcado. Quise llevármela muchas veces, pero no me atrevía porque no tenía los medios, tenía miedo a que se rompiera por un descuido. Por eso todas las noches iba a verla, porque no podía tenerla a mi lado. Con el tiempo llegué a ser profesor de Arte. Pedí al Ayuntamiento un permiso para poder restaurar las estatuas del parque; mi único propósito era que gente especializada pudiera sacarla de allí y yo, con cualquier excusa, pudiera quedarme con ella. Pero me fue denegado. Si quería realizar alguna reconstrucción debería hacerla in situ... ¡Cómo los maldije! Por su maldita culpa sucedió, a las pocas semanas un terrible suceso... Una estúpida pandilla de jovenzuelos, armados con sprays de colores venían dedicándose desde hacía algunos meses a pintarrajear estatuas. Aquella noche, como todas, fui a verla. Allí estaban, rodeándola, ultrajando su blancura con aquellos colores estridentes. Y lo más horrible de todo... la habían mutilado. Permanecía orgullosa, de pie ante aquellos animales, y sus brazos estaban rotos, en el suelo. Me lancé furioso contra ellos. Empujé a uno, que se partió la cabeza al caer a los pies de mi amada, y comencé a pelearme con otro. En pocos minutos me rodearon, dirigiendo sus sprays contra mí. Uno de ellos se percató del compañero herido y de pronto sentí algo agudo que atravesó mi brazo... Me había clavado una navaja. Caí al suelo, lleno de dolor, y al verme sangrar salieron corriendo, llevándose al herido, que sin duda estaba muerto. Por suerte mi herida solo era superficial, no corría peligro. Pero ella... Estaba cubierta de pintura, sus pies desnudos, manchados de sangre. Quería llorar, gritar, pero no podía. Una idea fija iluminaba mi mente. Llevármela para siempre. Con las manos excavé la tierra alrededor de su pedestal; y más fácilmente de lo que había creído, pude moverla. Era muy pesada, pero milagrosamente me parecía tan ligera que, cargándola sobre mis hombros, pude llevarla hasta mi coche; la tumbé en los asientos traseros colocando con cuidado sus brazos rotos en el suelo para que no se golpeasen en el viaje. Por un tiempo la tuve escondida en mi casa. Luego, igual que antes iba a verla al parque, bajaba a verla a mi sotano. Poco a poco, conseguí raspar la pintura que la cubría, con mucho cuidado, para que no quedase señal. Volví a reconstruir sus brazos. Por fin un día acabé mi labor. Lloré como un niño, al verla de nuevo tan bella, como si la hubiera resucitado. Había quedado una mancha que no conseguí quitar, aunque solo era una sombra rojizo oscura, en un costado: allí donde la manché con mi sangre cuando me la llevé, y aquello me pareció como un milagro, como si ella me dijera que me amaba, manteniendo aquella mancha de mi sangre en su ser... Nunca he dejado de quererla. Ahora ya soy ya anciano, y dentro de poco moriré. Pero ella no ha cambiado. Siempre joven, ha continuado sonriéndome desde el rincón de mi jardín que es su rincón. Donde nadie más que yo puedo verla... A sus pies planté rosas y es el rincón más hermoso del jardín. Siempre la he amado y, cuando muera, sobre mi tumba, no habrá epitafio, ni lápida... Quiero que me entierren en ese rincón y que sobre mi tumba pongan un ángel convertido en mármol... Ella.

1 Comments:

Blogger #MO* said...

Inspirado en los jardines de palacio del palacio de aranjuez... quien me lo diria que alli te encontraria...

martes, diciembre 28, 2004  

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